De Roque Dalton:
La angustia existe.
El hombre usa sus antiguos desastres como un espejo.
Una hora apenas después del crepúsculo
ese hombre recoge los hirientes residuos de su día
acongojadamente los pone cerca del corazón
y se hunde con un sudor de tísico aún no resignado
en sus profundas habitaciones solitarias.
Ahí tal hombre fuma gravemente
inventaría las desastrosas telarañas del techo
abomina de la frescura de la flor
se exilia de su misma piel asfixiante
mira sus torvos pies
cree que la cama es un sepulcro diario
no tiene un cobre en el bolsillo
tiene hambre
solloza.
Pero los hombres los demás hombres
abren su pecho alegremente al sol
o a los asesinatos callejeros
elevan el rostro del pan desde los hornos
como una generosa bandera contra el hambre
se ríen hasta que duele el aire con los niños
llenan de pasos mínimos el vientre de las bienaventuradas
parten las piedras como frutas obstinadas en su solemnidad
cantan desnudos en el cordial vaso del agua
bromean con el mar lo toman jovialmente de los cuernos
construyen en los páramos melodiosos hogares de la luz
se embriagan como Dios anchamente
establecen sus puños contra la desesperanza
sus fuegos vengadores contra el crimen
su amor de interminables raíces
contra la atroz guadaña del odio.
Tú también fuiste ese hombre, especialmente el segundo. Curioso, franco y apasionado por tus afanes. Quienes compartimos contigo vivimos con la certeza que tu vigor, perspicacia y sinceridad eran como un roble en el que no se puede temer al apoyarse. Sentiste siempre una profunda conexión con la tierra y con esa envidiable capacidad analítica que te caracterizaba, dedicaste tu vida a entender sus dinámicas. Siempre sentiste satisfacción en identificar el cantar de las aves que compartían tu entorno, pasión al planificar tu jardín y colmarlo de árboles nativos de acuerdo a sus particularidades. Dicha de primero entender a los animales en sus propios términos, para luego comunicarte con ellos.
Me enseñaste que el rigor y el cariño no son cosas excluyentes. Que la vida nunca es un sinsentido si se entrena la capacidad de tomarla por los cuernos. Que toda tarea que se emprende, por pequeña que sea, merece acometerse con dedicación. A diferenciar un tordo de un mirlo, de acuerdo a sus patrones de vuelo.
Papá, con tu partida
hago un abismo, trazo un vacío importante, paro mi vida. Luego miro alrededor y me alivia que entre tanto dolor emerjan las expresiones más humanas de solidaridad y cariño. Hoy mi padre ya no está con nosotros, pero el desconsuelo de la muerte nos recuerda el valor de los vínculos de amor, familia, amistad y admiración profesional que hemos compartido y cultivado.
Por eso estamos aquí, porque ese cariño y ese amor no da lo mismo. Por eso guardamos una moneda en los pantalones del difunto, para que pague la tarifa que Carón cobra por cruzar el río. Por eso enterramos al guerrero con su hacha, para que festine en Valhalla. Y por eso rezamos un rosario, para que María interceda y Dios lo acoja en su misericordia y lo tenga en su gloria. Por eso estamos aquí, para consolarnos del dolor de tu partida, compartir el recuerdo de los momentos bellos que vivimos y recordar que también estuvimos juntos en los momentos difíciles.
Como un héroe clásico. Aquiles era guerrero, Odiseo era ingenioso y Agamenón ambicioso. Mi padre era fuerte. La fortaleza del acero inflexible y del corazón que se vuelve de cuarzo para soportar los embates. Pero en el último año y medio que lo acompañamos en su enfermedad, aprendió otra forma de fortaleza.
La fortaleza que hay en admitir la debilidad propia. De abrir el corazón y dejar a otros en él, de compartir los miedos que nos acechan y encontrar el consuelo en el otro.
Adiós papá, una parte de ti vive en mí.