Mi mamá era algo distinto. Ella no era de este mundo, o no era para este mundo. Un mundo donde los fuertes doblegan al más débil, un mundo del hombre contra el hombre, de intereses compuestos, contratos leoninos y cláusulas de aceleración.
Creo que ella había nacido para otra vida. Una vida de conversaciones desde el corazón, de conmoverse junto al otro: una vida de amistades que trascienden años y distancias. Donde el perdón es ejercicio de la reconciliación y no mirar para el lado. Donde tender la mano al prójimo no es lástima sino que expresión de la misericordia que Jesús sintió por la humanidad toda.
Mamá, con tu inesperada partida marco un quiebre. Trazo un abismo y paro mi vida. Elijo recordarte pescando en Conguillio, recordarte siempre de mi lado. La mamá que rememoraba con alegría sus años en Valdivia, junto a Cucho y sus compadres del alma. La mamá que leía hasta el último artículo y columna aburrida que escribí, que brillaba de felicidad solo por tener a su nieto Picho a su lado. Que tenía y compartía ataques de risa hasta el ahogo. La mamá que me calentaba la roba en la estufa antes de ir al colegio y que hizo de nuestras amistades una segunda familia. Una mujer que sentía realización y orgullo en poder sanar un animal y darle consuelo a su familia. Una devota que ejercía la fe como algo vivo que daba sentido a su vida.
Quedamos desconsolados quienes permanecemos en esta tierra y que tuvimos la suerte de sentir tu amor inagotable.
Mamá, este mundo quizá no era para ti. Pero el mundo es menos y más injusto con tu partida.
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