Una crónica del terremoto: Guillermo Díaz, velador nocturno (Gabriel Mistral)

El muchacho Guillermo Díaz, de 15 años, la noche del cataclismo hacía guardia en la planta eléctrica de Chillán. 

Al venir el temblor, él escapó con otros hacia la plaza Mayor, la ancha plaza colonial, el refugio de todo el mundo. 

Pero apenas había llegado, el muchacho se acordó de su guardia, pensó en las llaves de luz, vio, en su mente rápida, a Chillán ardiendo. 

La tierra en torno de él, bailaba como la Ménade feroz; las calles, en momento, dejaban de serlo. Sólo la gran plaza parecía el abra de salvación. Pero el niño criollo no vio la muerte propia, que es la única que vemos todos; no sintió el tumbo de la sangre, que bate a vivir en esos momentos. No miró en el aire lleno de pueblo sino su tablero eléctrico y la manecilla de la llave matriz, dueña de la llama: el incendio sobre el terremoto. 

Guillermo Díaz corrió saltando sobre escombros, corrió sin parar, ciego y lúcido; llegó a la planta, subió las escaleras, buscó el muro y dio la vuelta a la manecilla de la salvación. 

Antes de que su brazo bajara, el edificio caía sobre él, como la ballena herida, en una sola masa, aplastando el cuerpo del velador nocturno. 

Mucho después llegaron allí los hombres de salvataje, alzaron la ruina, hurgaron en el polvo y hallaron el cuerpo mártir. Pegado a la llave, duraba sobre ella el brazo del muchacho, parado en su gesto de salvar y morir, sin bajar, muerto y todavía fiel. 

Las escenas de la noche del 24, la cinta rojinegra de estampas del temblor, los sobrevivientes las matarán en su memoria, para que ellas no los maten. Pero esta flor absoluta de heroísmo, esta simple rosa de Sarón, quedará en ellos, sobre el cogollo de la memoria, sola y llameando de vida eterna. 

El brazo de coger frutas, el que iba a dar a una mujer; su hermoso brazo de vivir, quedó allí atrapado en la trampa de la muerte, limpio el gesto, la intención indudable. 

Maravilloso muchacho de Chillán, carne de vigilia, niño desvelado. Tal vez como obrero nocturno iba de día a su escuela, y desfiló en aquella mañana de mayo en que la niñez de Chillán pasó bajo mis ojos. Tal vez fue uno de los que volteándose al pasar, me dieron sus ojos, y yo lo miré un instante con fijeza, según miro lo que quiero llevarme… No sé el color de sus ojos criollos ni el de su piel, que sería mestiza, color de hombre, color de intemperie chilena. 

Pero si nunca lo vi, ahora ya no importa: aquí lo tengo, vivo y a mi lado, mientras lo cuento, arcángel racial, medio rojo, medio ceniza, más recto que abatido, mástil de vida y muerte. 

Está conmigo, en el aire extranjero, en tierra de otros, y con más razón lo ven en todos los rincones de Chile: está en la quebrada cordillerana cerca del volcán que le despeñó su muerte: lo verán este otoño en el huerto de manzanas de Angol; hablarán de él en los cerezales de Traiguén y en el ruedo de pescadores de Ancud. En cada mancha de niños, en toda porción de infancia chilena que huelgue o trabaje, estará con más razón Guillermo Díaz y mirará de hito al niño que lo cuenta y luego lo llora a sollozos. 

Cuando Chillán haya superado su prueba: Cuando sus calles vuelvan a ser un cuadro de ajedrez ciudadano, después que se hayan levantado, airosos, la iglesia, la alcaldía, el teatro; una vez servida la necesidad que hoy nos oprime y ahoga, todos pensarán levantar en bronce andino, o en piedra de volcán, el clavel ardiendo del niño criollo, del velador nocturno de la ciudad. En bronce lo harán, por darle más ardor y será puesto a media ciudad, en la plaza de su duda y su resolución, a fin de que él siga siendo el corazón civil de su Chillán, el guardia desvelado de ojos de búho. 

Los hombres oirán el nombre de Guillermo Díaz, el celador del fuego, con ese calofrío dulce que pone lo heroico; los adolescentes tendrán al velador como su espejo, y cada mujer se sentirá su madre, al pasar delante de él, al templo o al mercado. 

Él hizo el tránsito brusco de una sola remada, de un salto, mejor de cómo lo haremos nosotros, que poco sabemos vivir y menos todavía morir. Sabe morir el que llega sabiéndolo, el avisado, que decían los antiguos, el héroe puro, como éste… 

Piedra andina del cataclismo, me quemas las manos al tomarte para verte bien, piedra común de Chile, tan oscura ayer, tan clara hoy. 

Obrero con sueño de cien noches, niño de vela perfecta, de guardia estricta, pueblo puro, carne rendida ahora, duerme, duerme. Nos has enseñado un acto: la cabal vigilia, y un además: el brazo contra el fuego, sobre la llama, la mano fulminada. 


Gabriela. Una crónica del terremoto: Guillermo Díaz, velador nocturno. Revista de las Indias (3), febrero de 1939

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0 International.